Alcázar en mi memoria

                IX

Paseando por las huertas,
sus acequias,
aromas breves de siembras,
los frutales,
y la ova verde oscura
del suelo de las albercas.

Qué empinadas parecían
para subir con las bicis
las rampas de algunas cuestas
cuando desde la llanura
decíamos que eran montañas
como las del Tour de Francia
que veíamos en la tele
siguiendo algunas etapas.

En la casa de la huerta
junto a Pantoja pegada
pasábamos en verano breves
pero sabrosas estancias,
con la cuadra de las mulas,
la chimenea de camastros flanqueada
y una alacena encastrada
en las paredes tan blancas
cien veces siempre encaladas.

Sobre el vasar las botellas
en las que mi tía envasaba
el tomate y los pimientos
al tiempo que ponía lacre
para cerrar el proceso.
Y un cuerno que era un salero
tras la última corrida
de una feria en el recuerdo.
Dejando pasar el tiempo
tendrían siempre reservas
cuando llegara el invierno,
la escasez de las cosechas,
el frío, los crueles hielos.
La hora de las comidas
siempre estaba precedida
por ir sacando del agua
las botellas enredadas
los tomates, la sandía…
que estaban junto a la alberca
en una arqueta escondidas
para recibir el frío
que los pozos desprendían.

¡Qué agradecidos los tragos
de vino con gaseosa
tras el sudor de los juegos
al sentarnos a la mesa!
Y las siestas siempre inquietas
sobre colchones de lana
o a la sombra de una higuera
de esas que frondosas crecen
también junto a las albercas.

Aquellos paseos de tarde
por los caminos cercanos
nos llevaban a otras huertas:
las de Ortiz, de Castellanos,
el Chimeneón, La Platera…
o a sitios aún más lejanos
para salir sin permiso,
sin que nadie lo supiera
y volver con el temor
a recibir una bronca
por haber sido atrevidos
por una banal diversión.

En los árboles frutales
que había por los paseos
siempre encontrábamos frutas
que caían por su peso.
Sobre todo eran ciruelos
desprendiendo unos aromas
aún vivos en el recuerdo,
como los dulces sabores
que asociamos a lo auténtico
con la gran satisfacción
de comprobar su proceso,
verlos crecer en el árbol
hasta echarlos en un cesto
para después en los postres
o en cualquier otro momento
saborearlos como si fueran trofeos.

Nunca se me olvidarán
las cosechas de patatas
que tantas veces sembraban
muy cerquita de la casa.
Ver esos bulbos enormes
desgajarse del terrón
al paso de la cuchilla
o a golpes del azadón
y recogerlas con prisa
in que quedara ninguna
hasta llenar muchas cajas.

Cualquiera podría pensar
sobre aquellas añoranzas
que cuarenta años más tarde
ya no quedaría nada.

No queda agua en los pozos
en la alberca polvo y nada,
no dan fruta los frutales
ni la tierra da patatas
sólo el viento de La Mancha
sigue soplando con rabia
y a lo lejos se divisa
un ejército sin armas
de viviendas adosadas
que lenta pero inexorable
continúa con su marcha.



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