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Alcázar en mi memoria
V
Calle de Castelar un recuerdo sobre todos: pasear, pasear, pasear. Idas y venidas lentas parándonos en La Teresa a comprarnos chucherías con una o varias pesetas que entonces daban de sí para llenar los bolsillos de pipas y de alcahuetas, de regaliz renegrido o de jalea rojiza en cajitas de madera. En los domingos y fiestas las visitas a la abuela en su caserón inmenso con llamador en la puerta. En la ventana a la calle pasaba las horas muertas contemplando allí a la gente desde una silla de enea. Su cara desdibujada sólo se me representa como refugio de paz de persona muy serena dando cobijo a sus nietos frente a todas las tormentas. Recuerdo los corredores, habitaciones inmensas con roperos y alacenas, suelos de yeso fregados con olores que aún me llegan. Y las cámaras oscuras donde pasar pocas veces pues la imaginación decía que las habitaban brujas ejerciendo aún por el día y otros seres más extraños fruto de la fantasía de nuestras mentes precoces, inquietas y receptivas. La tienda daba a la calle desde que la conocí cerrada con rostros de José Antonio grabados en la fachada mediante tintas y moldes que difundió la Cruzada sobre un mármol jaspeado que le confería un relieve de comercio acomodado para esta población. Son tantos los recuerdos vagos que del caserón poseo que me resulta difícil evocarlos ordenados para describirlos todos sin perderme frente a ellos. Recuerdo la carpintería con su banco de trabajo hecho de maderas toscas para aguantar martillazos, su torno para apresar las piezas cuando era necesario. En este banco informal se construían las jaulas para embalar los quesos que eran solicitados. Mis tíos con rapidez ensamblaban las maderas sobre unas bases de exágonos y con clavos en los bordes edificaban un prisma con los quesos atrapados. Allí cambiaba el olor de aserrín, madera nueva y quesos aún no curados, que en la cámara contigua, siguiendo hacia el interior, se tornaba agrio y salado con restos de tripas secas toques de pimentón, grasas y especias, que mezcladas sabiamente se embutían y colgaban a esperar que se curaran entre el frío y los relentes, la oscuridad y la paciencia. Recuerdo el amplio corral, que llegaron a alquilar para cine de verano, con las cuadras y el pajar el basurero de tablas gallinero y palomar. Ese enjambre de animales enriquecía el lugar le daba la nota alegre al poderse contemplar los zureos y relinchos con el sonido del cerdo cuando lo van a matar, y la arrogancia del gallo anunciando el despertar. |
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