Alcázar en mi memoria



                VI


Pretil de la Trinidad,
toda una infancia encerrada
a la sombra del convento
que los frailes de esta orden
regentan en nuestro pueblo.
Allí aprendí sin duda
los primeros rudimentos
las vocales y los sueños,
allí me mezclé en los juegos
con cientos de compañeros
que siguen siendo paisaje
en lo humano del recuerdo.

Olores tan escolares
como el de los lapiceros
cuando se afilan sus puntas
buscando su negro interno
se mezclaban con aromas
de pobreza con incienso
con aire lleno de notas
de los restos del caldero
que amasaban en el patio
para echárselo a los cerdos
que cuidaba Antonio Pipi
a la espalda del recreo.

Zona que yo conocí
cuando la llamaban huerto
por tener allí los frailes
sembrados frutos del tiempo
para llenar sus despensas
y mejorar el sustento.
Yo siempre ví ese marco
como lugar del recreo
donde salir de las clases
en busca de la evasión
y perdernos entre el juego.

Allí aprendimos pronto
a jugar al baloncesto
practicado en una pista
parcheada de cemento
con canastas de madera
y una estructura de hierro
que movíamos al empujar
para desviar los balones
que no queríamos ver dentro.
Allí practiqué el frontón
sobre una pared con huecos
en la que algunos chavales
excavaban agujeros
y sacaban su interior
como un entretenimiento.

Jóvenes seminaristas
con guardapolvos mugrientos
bajaban como en bandadas
a ocupar nuestros terrenos
formándose así un bullicio
que duraba unos momentos
pero que proporcionaba
aumentar rivalidades
entre los de fuera y dentro.



Rivalidad que era un hecho
hasta con los propios frailes
que dirigían el centro
Reyes y Benedicto
cada cual con su carácter
trataban de defender
a quienes fueran con ellos.



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