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La peluqueríaA las personas de mi sexo que pasan por este trance y no son capaces de distraer su pensamiento deforma complaciente.
Apenas eran las diez de una fría mañana de los últimos días otoñales, más cercanos ya al invierno, cuando me dirigí a la peluquería habitual.
Dejé el coche en el paseo y recorrí a pie los escasos metros que me separaban del local y que fueron suficientes para percibir la brisa suave y fría del momento climático, lo que contribuía a buscar en el interior un ambiente cálido para esas horas algo intempestivas.
Cuando abrí la puerta de entrada comprobé la repetida monotonía del quehacer de los oficios manuales. Los empleados, provistos de sus blancas ba¬tas, se afanaban en su tarea como ajenos al mundo circundante y sólo mi saludo rompió la calma.
-¡Buenos días! ¿Tendré que esperar mucho rato?
-No. Enseguida estamos contigo. -Respondió el Jefe amablemente, mientras retiraba uno de los paños, usado tras el afeitado del cliente al que atendía.
Sin transcurrir aún tiempo suficiente como para hojear el periódico que elegí entre el montón que había en el rincón de espera, cuando volví a escuchar la voz de otra de las empleadas que me invitó a sentarme en el único sillón que permanecía libre. Terminé de instalarme en él cuando de nuevo el Jefe interrumpió el trabajo de la muchacha indicando fríamente:
-Deja que lo atienda Anuca.
Anuca era probablemente la peluquera con más experiencia de cuantas atendían el negocio, puesto que las demás aún eran jóvenes aprendices y las anteriores habían sido despedidas sin más explicaciones. No era la primera vez que le correspondía a ella ser la encargada de cortarme el pelo. Probablemente en las cuatro o cinco últimas ocasiones se encargó ella de hacerlo, como confirmé al hacer memoria tras oír la adjudicación del Jefe.
-Ella abandonó al cliente que se encontraba a la derecha de mi sillón y se dirigió a mí con una mirada seria y profunda. Su cara reflejaba aún el no muy lejano despertar con el consiguiente tono de languidez en la expresión pero con la frescura y vivacidad que proporciona un nuevo día cuando se ha descansado a gusto. Además, el discreto maquillaje de la cara ocultaba cualquier rasgo de contrariedad o insomnio y su peinado reciente contribuía a crear una sensación de aseo e higiene agradables. En los primeros momentos, Anuca, se ocupó de preparar los útiles necesarios para la tarea y tan sólo cruzó una leve mirada a través del espejo hacia mí, que se diluyó rápidamente al pulsar la palanca que reclinó bruscamente el sillón en dirección a la pila donde me lavaría el pelo como operación previa al corte.
En esa posición tuve ocasión de contemplar su rostro de frente y cruzar una mirada escrutadora. Aprecié cómo su figura me resultaba bella, quizá porque su pelo recogido en una trenza - que a mí tanto me atrae en la mujeres- permitía contemplar un cuello suave y esbelto de tenues formas y textura pálida. Por otra parte, sus gafas, de montura fina y discreta, le concedían un aire de aparente intelectualidad, presumiblemente ficticia y, por supuesto, impropia del oficio que ejercía.
Poco a poco fue inundando mi cabeza de espuma que aumentaba a medida que sus finos dedos frotaban los cabellos contra el cráneo. Decidí relajar mi mente mientras percibía el suave masaje y las oleadas de agua tibia que lentamente aclaraban mi paisaje capilar.
Pasado este primer tiempo, necesité incorporarme de nuevo a la posición vertical y recibir un frote enérgico con la toalla de secado para recuperar el tono habitual y volver a situarme en la realidad. Ella había notado mi anterior estado de placidez y cruzó ahora sucesivas miradas cómplices que sólo interrumpía cuando yo clavaba mis ojos en los suyos a través del simétrico reflejo del espejo.
- El corte como siempre, descargado y hacia atrás ¿no?
Fueron sus únicas palabras. Parece que las pronunció cuando se sentía agobiada por la situación. Sirvieron como válvula que le permitió escapar ante un momento de duda y azoramiento. No obstante, continuó su trabajo en la fase más importante, es decir, el corte. Necesariamente ahora tenía que aproximar sus manos a mi rostro para girar la cabeza y encontrar las posiciones que le facilitasen el paso de las tijeras por todos los ángulos. Sus manos fueron enfriándose por momentos y yo notaba cómo su cabeza debía estar revoloteando en torno a pensamientos que, al menos, la ruborizaban.
La contemplación de sus uñas, perfectamente pintadas en un rojo de tonos clásicos, y el suave tacto de las yemas de sus dedos al pasar de una zona a otra de mi rostro, me indujeron a creer que lo que había en el pensamiento de los dos era un deseo de llegar a un contacto carnal vivo y ardiente, como si se completase un deseo largamente acariciado en anteriores encuentros. Sin embargo, ni el momento ni la presencia de los demás en la peluquería daba pie a que aquella supuesta complicidad pudiera demostrarse.
Yo tenía los brazos bajo la capa plástica que a modo de gran baberola se utiliza en las peluquerías para proteger ante la lluvia indiscriminada de cabellos recién cortados y que impedía conocer a los que se encontraban alrededor cuáles eran sus movimientos.
Al tiempo que ella seguía lanzando miradas cada vez más intensas, amparada posiblemente en la necesidad de comprobar si el corte era uniforme y respondería a mis deseos como cliente, yo notaba que sobrepasaban el nivel de lo necesario para tal menester. Aprovechando esta malévola sospecha, noté como perdía el cabello y la vergüenza y decidí buscar por debajo del plástico su cuerpo. Justamente mi mano fue a parar hasta uno de los espacios que entre botones dejaba la blanca bata. Introduje los dedos y los aproximé a sus muslos, algo más arriba de las rodillas. No llevaba medias, seguramente conociendo el asfixiante calor que producía la calefacción del local, y los deslicé en un suave movimiento de recorrido en la zona que las estrechas condiciones me permitían. Ella quedó paralizada de la sorpresa e inmóvil en todos sus sentidos. Tan sólo los dedos de sus manos seguían agitando en el aire las tijeras dando suaves cortes al vacío,
como si estuvieran a la espera de saber qué zona del cabello quedaba aún por igualar.
Transcurrieron breves segundos, pero fue necesaria la intervención del Jefe para sacarla del estado de aturdimiento y rubor en que se encontraba.
- ¡Vamos, Anuca! ¡Que te embelesas!
Ella no le contestó, siendo fiel a su carácter serio y reservado, pero realizó un brusco giro hacia la estantería como si le fuera preciso cambiar de instrumento. Ello hizo que la capa de plástico cubriese de nuevo mis manos y que no hubiera lugar a la más mínima sospecha. Por un momento ella dudó y trató de cambiar las tijeras por un tubo de laca o gomina, pero recordó que yo no usaba esos productos y desistió. Finalmente, algo enrojecida, recuperó de nuevo las tijeras y terminó de recortar aquellas zonas en las que aún quedaban cabellos prominentes hasta acabar su labor. Quiso recurrir al espejo, ahora sí, para comprobar la estética de su trabajo, pero temió cruzarse con mi mirada y prefirió observar directamente mi cabeza sin la perspectiva que ofrece el cristal.
Tras unos breves instantes, desabrochó el velcro de plástico y recogió el delantal sin atreverse a mirar la posición de las manos que momentos antes habían sido causa de una agitación de su ser y que ahora aparecían entrelazadas y cautas como si su poseedor estuviera dedicado a un eercicio de contemplación mística.
- Ya está. He terminado. ¿Ha quedado a su gusto? Fueron sus últimas palabras.
- Ha sido un placer, -dije yo- con una ligera mueca de cinismo, mientras me dirigía al Jefe para pregun¬tarle el precio de tan exquisita velada.
Justo López Carreño.
Diciembre 1994 |
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