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ÓbitoDon Gonzalo agonizaba lentamente en una clínica de Madrid y se disponía a utilizar los últimos servicios que le proporcionaban el ahorro, constante a lo largo de su dilatada vida profesional, así como las mejoras que el nuevo régimen socialista venía concediendo a sus pensionistas. Un grupo de enfermeras y auxiliares, en turnos escrupulosamente diferenciados, le cambiaban las últimas botellas de sueros o conectaban la mascarilla de oxigeno cuando lo precisaba. Todo ello con un aire indolente que se reflejaba en unas miradas ajenas, apartadas de cualquier indicio de emotividad. Con grandes dificultades en el habla, por carecer de su dentadura postiza, pronunció algunas frases inconexas y unas últimas palabras a modo de despedida. El fallecimiento se presagiaba cada minuto que pasaba y los médicos emitieron sus últimos partes convencidos de que su mayor mal era el exceso de años. Tras el fatal desenlace, una cadena de burocráticos escalones esperaban aún a la víctima, libre ya de cualquier carga sobre el acontecer. Su deseo de permanencia en Madrid iba a consumarse para siempre. Los familiares más allegados, se lanzaron a una tortuosa búsqueda de certificados, actualización de pólizas o contratación de la nueva residencia, esto es, la adquisición de un nicho para su definitiva ubicación en el cementerio del Sur. El paso intermedio comenzó con el traslado de sus restos al tanatorio, esa especie de gran nave donde se conservan los fiambres hasta su desaparición final. Este edificio, tenía una distribución arquitectónica de la máxima funcionalidad. Largos pabellones laterales de los que iban saliendo, de forma contigua, las salas numeradas correlativamente en las que se velaba al cadáver a través de un amplio ventanal circular e interior que recordaba a un camarote de barco cuyo puerto será el mar de la eternidad. Don Gonzalo seguramente hubiera disfrutado en vida viendo a casi toda su familia junta, así como a sus vecinos y allegados que, poco a poco, se alejaban en sus conversaciones de la figura del difunto para dar paso a los temas más banales y cotidianos, no exentos, en su creciente acaloramiento verbal, de algunas carcajadas discretamente reprimidas al tomar conciencia del lugar y de la situación. La capacidad de adaptación humana propiciaba precisamente ese paso que va desde el sobrecogimiento inicial, en estos tétricos lugares, hacia la familiaridad momentánea con que se suelen abandonar tras las largas e intensas horas de velatorio, con el deambular nervioso entre los pasillos, la cafetería, los saludos, el excusado y las miradas perdidas hacia el protagonista de la situación. Como era de suponer, la última morada no distaba mucho del dépósito previo en el que se encontraba el finado. No obstante, la vertiginosa urgencia con que se realizan este tipo de óbitos en las grandes ciudades hacia presagiar nuevos avatares. - Habéis tenido suerte - indicó uno de los acompañantes al corro de familiares que se disponían a organizar el cortejo fúnebre - si llega a ser en La Almudena no seríais capaces de seguir al furgón. Con ese tono castizo que utilizan los madrileños en su habla coloquial, les advertía de las dificultades de seguir al coche entre el tráfico de la ciudad para quienes no están muy experimentados, añadiendo a continuación que por tres mil pesetas el conductor se esforzaría en no perder de vista a la comitiva. Todos los que la formaban se dispusieron a seguir el rastro del coche funerario, que debidamente numerado, debía atravesar una de las puertas principales del cementerio. Cuando lo hizo hubo ademanes de complicidad para que nadie se despistara y la larga fila de vehículos formó rápidamente una caravana que comenzó a surcar los primeros accesos del camposanto. Salvadas las primeras cuarteladas, apareció un grupo de personas que se introducían poco a poco en sus vehículos tras finalizar las tareas que aguardaban a la familia de D. Gonzalo y a su vez, a escasos centenares de metros otra breve multitud se agolpaba en torno al féretro que transportaban los empleados municipales hacia su lugar definitivo. En ese instante se produjo el colapso y la confusión. Los familiares de D. Gonzalo quedaron divididos en su cortejo como en un abrir y cerrar de ojos, unos mezclados con los de la anterior comitiva y otros, en su intento de atajar por otra ruta, emprendieron una sucesión de equívocos que les llevó a tener que utilizar la marcha atrás de sus coches más veces que todo el resto del año juntas. Finalmente todos se volvieron a congregar al pie de uno de esos pequeños rascacielos comunitarios, sin portal ni ascensor, en uno de cuyos nichos los operarios habían introducido ya a D. Gonzalo. Al acaloramiento que conlleva la nerviosa persecución y búsqueda librada momentos antes, la situación alcanzó un nuevo e imprevisto incidente cuando los operarios procedieron a colocar las coronas de flores con las que la tradición dispone para despedir a los seres queridos. La corona que formaba parte de las prestaciones de la póliza aseguradora estaba claramente marchita, como procedente de algunas exequias anteriores. Este detalle aumentó la irritación de un yerno que no pudo reprimir su indignación y montó en cólera dirigiéndose a uno de los trabajadores, que se convirtió en víctima directa de las acusaciones. Para colmo, alguien advirtió que no se le había rezado un responso a causa de la confusión creada. Con prontitud uno de los nietos de D. Gonzalo se dirigió a la zona donde se prestaban los servicios religiosos y tras explicar lo ocurrido consiguió que el sacerdote destinado a tales menesteres le otorgase las últimas bendiciones, con tal rapidez que mientras unos terminaban de santiguarse, él llegaba por el cuarto versículo de los salmos fúnebres que recitaba. Tras recoger discretamente un estipendio al tiempo que se despojaba de los mínimos ornamentos utilizados para la breve liturgia, se despidió con el ritual "descanse en paz", lo que provocó que una de las hijas, presa de la agitación nerviosa mantenida en las horas previas, le respondiese: - Todos lo necesitamos igualmente, amén. JUSTO LOPEZ CARREÑO. 1.995 |
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