¿Qué queréis ver por 2,50?

Faltaban aún dos horas para que comenzase el partido cuando un grupo de chicos había logrado entrar por la desvencijada puerta lateral del campo llamado, nunca se supo bien por qué, de Educación y Descanso, salvando así la siempre incierta resistencia del Señor Carrasco, quien recibía órdenes que luego no podía ejecutar por la abundancia de enchufados, gorrones y demás gru¬pos que se dan cita en los prolegómenos de cualquier espectáculo.

Disparados como cohetes lograron situarse con rapidez entre los huecos que dejaba la empalizada que separaba el patio de acceso a las casetas del túnel de salida al terreno de juego, sobre el que se levantaba una pequeña tribuna más parecida a un palomar que a otra cosa.

Aguzando el reojo entre los palos, los chavales observaban después a los futbolistas que salían a pelotear, a modo de calentamiento, antes del comienzo de los partidos. Era su primera emoción, por la que daban por bien empleado el largo tiempo de espera que les permitía ser los primeros en conocer la composición del equipo local, el aspecto del trío arbitral y el color del uniforme de los visitantes, dato este último de gran interés para ellos. Mientras, el ambiente general del recinto subía de tono, las boca¬nadas de humo de los farias llegaban racheadas a los olfatos y el fin de semana ponía de nuevo en marcha uno de sus ritos más sagrados. Esto lo habían comprendido bien las diferentes corporaciones muni¬cipales y otros sectores del poder según el momento y el régimen, por lo que siempre se habían ocupado de que esta parcela tuviese atención prioritaria.

Junto al calor en lo ambiental del humo y el regusto de la copa tomada en la sobremesa del mismo bar del campo, se anunciaban, desde la escasa megafonía instalada en la tribuna, las alineaciones de los equipos y el nombre del árbitro que dirigiría la contienda. Éste, junto a sus dos auxiliares en las líneas cerraban la salida de los últimos jugadores y recibían las primeras pitadas de rigor sólo por su presencia, siempre ingrata para la afición local.

Los muchachos ya habían buscado acomodo en los lugares donde el espectáculo casi se rozaba, esto es, en el mismo borde del campo. Más de uno espe¬raba la ocasión de que algún balón desviado cayese en sus manos para volearlo a placer. Este gozo junto al aroma del linimento Sloan que penetraba genuinamente desprendido por las piernas de los futbolistas, permanecían en la memoria infantil como huellas indelebles de continuo recuerdo.

El balón comenzó a rodar sobre la tierra mezclada en algunas zonas con carbonilla de escorias ferroviarias. En los primeros lances del juego aún conservaba la etiqueta de papel blanco en la que se daba su visto bueno de peso y medidas según normas federativas. A los pocos minutos iba desapareciendo y sólo quedaban algunos retazos del papel que se obstinaban en caer ya sea porque el pegamento se había centrado en ellos ya porque se pegaban a los restos de grasa con que Juanjo, el masajista y utillero, había embadurnado durante la semana las costuras y otras zonas del balón para conservarlo adecuadamente.

Aquella tarde se alineaba en el equipo local el Sino, jugador de atlética contextura física, buena técnica y todo un pintoresco personaje dentro y fuera del campo además de blanco de numerosas críticas. El equipo no estaba funcionando demasiado bien y no tardaron en llegar los primeros insultos y silbidos dirigidos a los locales menos afortunados en su juego.

En una de las jugadas, el Sino, no llegó a controlar un balón aparentemente fácil. Como no hizo intento de perseguirlo, pues no se distinguía por su esfuerzo generoso, fue recriminado fuerte¬mente por un sector de espectadores. Él, volvién¬dose a la breve grada desde la que le increpaban contestó con graciosa chulería:

- Pero, ¿qué queréis ver por dos cincuenta? (En directa alusión al precio de las entradas).

JUSTO LÓPEZ CARREÑO, 1994


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