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Artículos año 2017
Cuando observo a ese grupo de desarraigados sociales que se unen a compartir sus miserias delante del establecimiento de los chinos, en la antigua propiedad de la familia Climent, no puedo menos de recordar que esta zona alcazareña, marco de mis vivencias en la más tierna infancia y primera juventud, siempre se ha caracterizado por su especial receptividad a grupos y personas que, en su vagabundeo callejero, han encontrado acomodo en alguno de sus rincones o bancos públicos. Recuerdo en esa misma localización, pero cincuenta años atrás, el imán que producía la taberna de mi tío Pedro entre un amplio grupo de adictos al vino desde muy tempranas horas de la manaña. No era casual observar desde la ventana de nuestra casa los numerosos incidentes, disputas y hasta peleas que se originaban cuando el etílico hacía sus efectos, mientras que si todo transcurría con tranquilidad, las horas pasaban largas entre gestos insustanciales, palabras soeces, miradas perdidas y rostros marcados por la dureza de una vida difícil. Del mismo modo no era raro encontrar a familias de los pueblos vecinos abriendo sus merenderas y degustando sus tortillas o filetes empanados mientras hacían hora para tomar el tren o el autobús que los devolviera a sus lugares de origen, después de haber asistido a alguna consulta médica o realizado alguna gestión burocrática. “¡Dicen que vienen de médicos!”, comentaba siempre uno de los solteros clásicos del barrio. “Yo no se que males tendrán, pero el apetito desde luego no lo pierden”, mascullaba el mismo personaje mientras contemplaba desde su balcón la repetida escena a sus pies. En tiempos de vendimia no era raro que una multitud de gitanos, de los que se empleaban ocasionalmente para esta tarea, entonces muy necesitada de mano de obra, organizasen una zambra en un amplio corro para dar salida espontanea a su cante y baile entre el alborozo, la admiración y el comentario entre despectivo e irónico de los demás paseantes que solían exclamar: “Ya están los gitanos con sus cosas, no tienen arreglo”, como si cantar y bailar en plena calle fuese un acto delictivo. Y así podría evocar los numerosos casos aislados de personas o grupos que han desfilado durante un tiempo, a veces muy prolongado, utilizando una pequeña parcela pública de este rincón para refugiarse, para instaurar su albergue transitorio, quizá para sentirse integrados en el centro neurálgico de la población en un ejercicio inconsciente de autofantasía que les traslade, al menos mentalmente, a una situación de acogida que la auténtica realidad les niega de hecho. Justo López Carreño Febrero de 2017 |
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