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Artículos año 2009
Dentro de las iniciativas afortunadas, que se han tomado por parte de los componentes del Seminario Provincial de Asesores de Centros de Profesores de nuestra provincia, se encuentra ésta de visitar el Parque Minero de Almadén. Personalmente ya había estado a punto de hacerlo cuando, hace algunos años, invitados por el director de la Escuela Universitaria de Ingenieros, un grupo de orientadores psicopedagógicos realizamos un recorrido por las dependencias académicas de que goza la población minera, así como de otras instalaciones anejas a la mina, que aún se encontraba en funcionamiento aunque residualmente. Sin embargo, esta vez, logramos el objetivo de bajar a la mina. Ha tenido que venir el cierre de la industria, con todas sus consecuencias, para permitir que el acceso, en calidad de turistas, pueda tener lugar. Y es que lo que representa una mina de estas características, con su carga legendaria de esfuerzos, enfermedades peculiares, tráfico intercontinental de mercancías, técnicas de extracción y tratamiento del mineral y todo un largo conjunto de actividades relacionadas con este universo, suele ser un acicate que promueve la curiosidad de cualquier humano. El Parque Minero se abrió al público como recinto turístico visitable en 2008 después de que la explotación minera se cerrase en 2001 y se destinara una fuerte inversión para conservar su rico legado de patrimonio industrial, de una actividad que ha permitido señalar a esta población como la mina más importante de mercurio del mundo, con un origen que se remonta a la época romana y con vestigios de anteriores etapas aún más lejanas en el tiempo. Ya en la entrada, un amplio vestíbulo se utiliza como centro de interpretación con numerosas fotografías, maquetas y paneles explicativos que ponen al visitante en situación sobre las características de la visita que le espera. Pero realmente lo aventurero comienza momentos después cuando nos conducen a una pequeña habitación llena de cascos y lámparas sin los cuales no es factible el recorrido, como más adelante comprobaríamos por experiencia propia. De allí pasamos al cercano montacargas del pozo de San Teodoro, desde donde se inicia un recorrido por la planta primera, excavada entre los siglos XVI y XVIII. El guía, antiguo minero ahora reciclado para esta tarea, no sólo habla con conocimiento de causa sino que destila el aire rudo y tenso que le ha procurado un trabajo tan esforzado. Lo deja traslucir sin necesidad de aparentarlo. A la vez que va contando los modos como se ganaba terreno en el túnel, a base de entibaciones de paredes y techos, nos muestra las vetas de mineral que destacan por su color rojizo entre los tonos más sepia y amarillentos del conjunto. La oscuridad se apodera del ambiente y la tenue luz de las lámparas permite una visión siempre tenebrosa del conjunto. La temperatura es fría pero constante. Aparecen los primeros serones y vagonetas para el transporte del mineral. También, en el llamado Baritel de San Andrés, se alojaba un malacate, un torno movido por mulas para elevar entre plantas el mineral extraído. A la par de los ingenios técnicos, que el tiempo va perfeccionando, sobrecoge pensar la dureza de los hombres destinados al trabajo. Especialmente los llamados “forzados”, es decir, presos que el poder de esos siglos destinaba a pagar sus fechorías. Especialmente trágico resulta comprender cómo podían aguantar tal cantidad de horas, a veces sin relevo, con una dieta tan estricta y pobre. Los muertos rondaban el cuarenta por ciento de los allí destinados cada año. La mayoría de los esclavos eran moros, negros, mulatos o berberiscos. Recibían diariamente tres libras de pan, una de carne y dos cuartillos de vino. Otros “forzados” llamados de “comida menor” veían rebajada su comida en media libra de pan y medio cuartillo de vino. Dos días al año se les daba ración doble y descanso: Navidad y el día de San Miguel. También al ingresar se les daba una camisa y un par de zapatos renovándoselos cada seis meses. Para dormir disponían de un jergón y una manta y si morían y no las habían usado más de dos meses, se le daban a otro. Al final de la visita, impregnados de la tétrica historia de los sufridos mineros y de las muchas calamidades que uno se imagina debieron pasar entre esas galerías para reportar beneficios a las Haciendas españolas durante varios siglos, nos subimos a un pequeño tren que imita los utilizados para trasladar el mineral hasta la superficie en sus últimos tramos. La experiencia es curiosa y gratificante, sobre todo cuando de nuevo atisbamos la luz del día que pone fin a un viaje en el tiempo y en la imaginación. @ Justo López Carreño. Mayo 2009. |
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