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Artículos año 2009
Esta expresión, seguramente utilizada en tiempos muy anteriores a la llegada del ferrocarril, cuando las diligencias con pasajeros surcaban los caminos tiradas por las caballerías, dio lugar, por mera continuación –el lenguaje tarda siempre en ser modificado y suele servirse de lo anterior- a su uso en las paradas del tren en las estaciones ferroviarias. Y Alcázar de San Juan no iba a ser menos, siendo uno de los principales nudos de la red, por bifurcase aquí las líneas que, procedentes de Madrid, iban para Andalucía y para Levante. De este modo, una de las primeras imágenes que yo recuerdo en mi infancia al visitar de la mano de mi abuelo, maquinista de aquellas máquinas de carbón, la estación alcazareña eran los numerosos empleados de la Fonda que salían al andén cargados de cestas repletas de tortas de Alcázar, que ofrecían a los viajeros a través de las ventanillas del tren, para que no tuvieran que bajarse, o bien, si se disponía de tiempo suficiente, comprándolas en el propio local de la misma. La Fonda de la Estación era como la culminación de un rectángulo mágico que tenía sus límites en el Paseo dedicado a Álvarez Guerra. Dicho Paseo de la Estación, como es nombrado habitualmente por los habitantes de nuestra localidad, estaba conformado por numerosos bares, restaurantes y casas de comidas que le daban vida y movimiento en una época en la que el tráfico ferroviario era continuo y permanente, pues a la abundancia de trenes en unas u otras direcciones, se sumaban las largas paradas que se necesitaban para reponer agua y carbón en el tender, o bien, para dar la vuelta a las máquinas que debían cambiar el sentido de la marcha y, para ello, se utilizaba una inmensa plataforma giratoria que se situaba en mitad de un semicírculo formado por pequeños túneles a modo de cocheras. Aún recuerdo vivamente esos trenes llamados Rápidos o Expresos, según las horas del día o la noche en las que circulaban, formados por los clásicos vagones divididos en departamentos con puertas correderas, de los cuales salía un peculiar aroma, mezcla de largas horas de viaje, restos de comidas caseras y de otros efluvios de origen diverso a los que se unían los humos de la combustión del carbón y la brea que embadurnaba las traviesas de las vías, que marcaron un olor típicamente ferroviario. En la parte alta exterior llevaban pintado un largo rótulo en letras doradas que solía poner “Compañía Internacional de Wagons-Lit y de los Grandes Expresos Europeos”. Su lectura evocaba en mi imaginación lugares lejanos a los que podría accederse desde esos trenes, aunque la realidad los limitaba a los andenes de nuestra estación. Esta intensa actividad viajera tenía a la Fonda como foco de referencia, pues allí se refugiaba la gente si las inclemencias del frío obligaban y, por el contrario, era el lugar donde tomar un refresco cuando la calima veraniega apretaba. En todas las esperas, la Fonda era el punto de encuentro y allí nos dirigíamos las familias a esperar o despedir a algún familiar hasta que llegase su tren. También era el arranque de nuestros viajes anuales a Madrid para ir de compras junto a otras familias amigas. En la Fonda se hacían los últimos retoques a los planes del día que, casi siempre, pasarían por visitar El Corte Inglés, Galerías Preciados, Sepu o Sederías Carretas. Allí te encontrabas rodeado siempre por esos azulejos con escenas quijotescas, que tanta fama tenían para los visitantes de otras zonas, veladores de época y otros numerosos objetos ferroviarios en desuso que, junto a otra cerámica tradicional, atestaban sus paredes a modo de un museo espontáneo y algo desorganizado, por el que se desenvolvían varios camareros, siempre impecables con su uniforme de camisa blanca y pantalón y zapatos negros. Pero además, la Fonda era el lugar que permanecía abierto las veinticuatro horas del día y, por tanto, el único seguro que podrías encontrar para finalizar las veladas nocturnas o tomar la última copa cuando todo lo demás se cerraba. No era extraño, pues, el comentario posterior a una cena que se prolongaba más allá de lo esperado: - ¿Dónde vamos a tomar la última? Y la respuesta solía ser también la misma: - ¡Como no vayamos a la Fonda! Ya no hay nada más abierto. Hasta en dos ocasiones con motivo de la celebración en el polideportivo de las 24 Horas de Fútbol Sala, nuestro equipo encontró en la Fonda el lugar donde reponer fuerzas y tomar un tentempié entre partido y partido aprovechando su acogedor noctambulismo. Nos dio suerte, porque en una de ellas fuimos campeones. @ Justo López Carreño. Septiembre 2009. |
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