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Artículos año 2009
Ha tenido que llegar mi cincuenta y cinco aniversario para recibir un regalo que me ha resultado, además de sorpresivo, ilusionante. Se trata de una velada gastronómica que nos tenían preparada mi hija Alba y Jose, la pareja de recién casados a los que observamos con innegable aprecio, quienes nos condujeron en su coche hasta Las Pedroñeres, capital del ajo y referencia de uno de los restaurantes más afamados de La Mancha por no decir del panorama español, pues su principal valedor, esto es, Manuel de la Osa, posee ya un amplio abanico de reconocimientos entre los mejores cocineros de nuestro país así como una estrella en la Guía Michelín, que viene a ser como un doctorado “cum laude” en el mundo universitario. Lo realmente curioso del caso es la discreta apariencia exterior del local, ubicado en una de las avenidas más alejadas del centro de la población, cercano a un instituto de enseñanza secundaria y situado bajo un edificio común con dos plantas superiores, a modo de cualquier bloque familiar de cualquier comunidad vecinal de pueblo manchego. Ni siquiera transmite la recia simplicidad tradicional de la casa encalada y el zócalo de azulete, que algunos buscan como remedo decorativo de una arquitectura autóctona que nunca se ha sabido mantener ni enriquecer en nuestros días. Sin embargo, la entrada a sus estancia interiores, perfumadas con un suave olor a fuego de leña, la armoniosa división entre el salón principal presidido por una majestuosa chimenea y los pequeños comedores en salas contiguas, le dan un carácter acogedor a la vez que transmiten una sensación de noble prestancia. Me recordaron el esquema sobrio y sencillo pero amable de la quintería manchega, tal y como la describió Miguel Fisac, el notable arquitecto de Daimiel. Para completar su decoración, un conjunto de fotografías de paisajes manchegos o alusivos a sus personajes emblemáticos, muchas de las cuales están firmadas por nuestro entrañable Miguel Calatayud, que tiene aquí un escaparate magnífico de su arte, especialmente en la serie que preside el pasillo distribuidor de los aseos y que proporcionan una fina y cuidada imagen, acorde con el interior de los mismos por su extremada limpieza. Y llegado el momento del servicio, nos acomodamos en una mesa de mármol y ébano, a decir del camarero que nos ayudó a situarnos, pues los manteles ocultan sus componentes pero no alivian su peso. La necesidad de acoplarnos en una banca dos de los comensales, puso a prueba la consistencia del mueble. Ya todo fue un ir y venir de los camareros y el maître, exquisito en sus discretas pero elocuentes intervenciones, así como el encargado de presentar cada plato o cada vino, con una ligera alusión a sus componentes y al resultado de sus mezclas que les confieren su especial singularidad. La ostra con escabeche de perdiz y coliflor encurtida o la sopa caliente de ajo morado de Las Pedroñeras sobre cenizas de taninos, junto a los artesanales panecillos al tomate, a la aceituna o integral fueron los platos y manjares más llamativos para mi gusto, sin olvidar la sabrosa perdiz de caza (aún conservaba los perdigones) estofada con crema de patata y trufa. En cuanto a los vinos, buscando siempre el mejor maridaje con cada plato, yo destacaría su apuesta por los manchegos de gran calidad como el Pago Florentino 2005 o el moscatel de postre de Finca Antigua, si bien tanto el champaña André Clouet, un cru francés magnífico, que abrió el aperitivo para saborear la manteca de cerdo al ajo morado o el salmón marinado con cruditex, así como el vino blanco Douro, de la variedad Godello, de Barco de Valdeorras, que acompañó los platos más ligeros, procuran a cualquier vinófilo un momento inolvidable de sensaciones. En suma, un regalo cuya enjundia no puede pasar desapercibida y que reclama devolución cuando la ocasión lo propicie. @ Justo López Carreño. Diciembre 2009. |
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